Suplente

A H le apasiona el fútbol. Es chiquitito y la esperanza de convertirse en un Messi lo tenía emocionado. Por más que jugara fútbol en todos los recreos, de que sea su pasión y de ser bueno, en el colegio habían decidido obviarlo. No lo convocaban para se parte de la selección. Bah. El pobre se había resignado y me había pedido que por favor lo inscribiera en un club donde sí tomen en cuenta su potencial.

Con esa decisión en mente y averiguando sobre la mejor opción, llegó por fin el correo esperado: convocamos a su hijo a entrenar para la selección. Todo cambió, su confianza en él, la emoción que le despertó me emocionó a mi como si yo fuera a usar los chimpunes, finalmente comenzaría   a entrenar, a ser parte de ese equipo que soñaba.

Hace un par de semanas además le tocó participar en un campeonato entre colegios. Me imagino que su reciente incorporación lo ha mantenido como suplente. Sí, mi hijo es suplente y se sienta la mayor parte del partido en la banca.  Aún así los 10 o 15 minutos que juega son vitales para él, ya es parte, ya está adentro. Además, qué más da: a los suplentes con dignidad.

La semana pasada fui a verlo, a alentarlo, y a pesar de estar en la banca casi todo el partido, pensé que como madre me tocaba acompañarlo, ser parte de todos, demostrarle que son un equipo, que no importa que él no juegue porque es parte igual de ellos.

Cuando lo metieron al partido, mi corazón se salía de nervios, ¿cómo lo haría, estaría listo, jugaría bien? Y mientras lidiaba con mis inseguridades, me pasó lo siguiente: un abuelo que estaba sentado detrás mío lamentaba cada pase que le daban a mi hijo:  A él no. No le pasen la bola al chato. Y yo ahí a su costado.

Me dolió tanto que me paré y me fui a terminar de ver el partido en otro lado.

Ganaron ese partido y llegaron a la final  y ¿saben qué? Me dejé ganar por el miedo, no quería de nuevo escuchar nada negativo de mi hijo. Así que en el partido de la final me la  pasé  inventando excusas para moverme de la tribuna y no verlo. Tal cual. Con eso me perdí sus únicos 10 minutos de juego. Que vergüenza. Además ganaron y salieron campeones.

Me arrepentí de no poder lidiar como adulta con lo que no me gusta: escuchar criticas de mi hijo. Me arrepentí de no ser suficientemente fuerte como para aceptar que la vida es así. Pero más aún, me decepcioné de mi misma porque no puedo así ser ejemplo de nada: ante la adversidad uno no se da la vuelta,  al contrario da la cara.

Lo bueno de esta historia es que soy  consciente y en busca de redención confieso que tengo un nuevo terreno donde trabajar conmigo. Así que me digo a mi misma y con ustedes de testigos:  manos a la obra, porque no quiero nunca más  volver a perderme sus 10 minutos en la cancha.

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