Música, maestra

Por admin_feliz | 29 de octubre 2015
1 Comentario

Había un sólo día en el que para levantarme muy temprano no necesitaba de ningún reloj despertador. El día de la propina. El día más esperado de la semana y el más glorioso. Si tenía suerte mi mamá despertaría antes de que abriera la tienda de discos que quedaba frente a nuestro edificio y así la ansiosa espera comenzaba, repartida entre pegarme a la puerta del dormitorio de ella para escucharla, y correr a la ventana para ver si abrían la de la pequeña y colorida tienda del frente.
Entrar a ese minúsculo espacio me producía una emoción equivalente a entrar en un estadio rugiente. Se me aceleraba el corazón como si fuera a ganarme una medalla de oro, sensación, no está de más aclarar este punto, absolutamente desconocida para mi ya que jamás me había ganado ninguna.
Una vez traspasado el umbral empezaba el sueño. Jim Morrison me miraba, a mi, estoy completamente segura, desde lo alto de la pared de color psicodélico, desde la carátula del Long Play que ese día, millonaria por un día, al fin podría comprar. A su lado reinaban Led Zeppelin, Aretha Franklin, Diana Ross y las Supremes con sus lentejuelas brillantes y sus inmensos ojos, fijos en mi . Y más allá
Carole King, mi adorado James Taylor, Credence Cleareater Revival, Bob Dylan con el cigarrillo por caérsele de los labios, displicente, y ellas, las reinas de mi Olimpo particular: Joni Mitchell, Joan Baez, Melanie, Judy Collins.
Ellas fueron mis maestras particulares, las más exigentes y rigurosas que pude haber tenido. Cuando llegaba corriendo de regreso a mi casa, tal vez con el triunfo de haber podido pagar un álbum y unos cuantos » discos de 45 «, me lanzaba con mi tesoro al suelo a admirar la bella carátula nueva y reluciente, con un amor y una veneración cercanas al trance.
Luego, con mucho cuidado procedía a colocar el disco elegido en el tocadiscos de la pequeña biblioteca que había tomado por asalto como dormitorio, y en este refugio, transformado ahora en una suerte de idea de lo que podía yo imaginar debía ser la habitación de un verdadero Hippie, escuchaba arrobada, las primeras canciones de una época dorada.
Y entre paredes cubiertas de recortes de las caras y figuras de mis ídolos musicales, bajo el techo cubierto de desordenados círculos negros pintados con humo negro de vela, ( esto último fruto de mis primeros intentos de expresarme como artista plástica ) y de una lámpara colgante de papel color turquesa con largos flecos azulados , yo absorbía hasta lo más profundo de cada canción. Levitaba. Las sesiones podían durar horas en aquella época en que todavía no existían para distraerse más que los libros, los discos, un par de horas permitidas de televisión, o los paseos a pie o en bicicleta.
Intercambié las muñecas por las novelas de aventura y por la música. Con ella y por ella tuve mis primeros amores, Jim Morrison, con quien, confieso, todavía sigo un poco encaprichada, y luego mi primer enamorado, tan enloquecido por la música y fanático como yo, a los diecisiete años. Por ella y gracias a ella descubrí mi vocación por el canto y pude viajar, en mi mente y con sólo el recurso de mi imaginación , a regiones desconocidas que habían existido desde siempre, inexploradas, dentro de mi. Así fue como aprendí a moldear mi voz imitando hasta el agotamiento la de mis cantantes favoritas, reinas benévolas y dulces u audaces y descaradas, sensuales, sexys, virginales, de carácter y poderosas, o melancólicas y tristes, pero disciplinadas todas, todas perfectas.Cada una de ellas absolutamente dueña de su voz, su estilo único y su registro.Todas al comando de su instrumento como reinas que eran, liderando a sus músicos con la seguridad de un general.
Y después estaban las noches de furia y de arrebato, en las que a solas en la sala y a oscuras, escuchaba los discos de mis padres, los de música clásica, a todo volumen, mientras bailaba unas danzas enloquecidas y revoloteaba en giros y saltos sobre las alfombras y los sillones, imaginándome una exquisita bailarina de ballet.
Debo confesar que recuerdo esos días con profunda nostalgia y ternura por esa niña, apenas adolescente, que logró encontrar un verdadero paraíso imaginario donde protegerse del desconcierto y la inseguridad. Mis padres atravesaban en ese entonces varias crisis matrimoniales que hacían que el barco de nuestro hogar se estrellara muchas veces y que no llegara nunca a buen puerto, perdido como navegaba en aguas tormentosas.
Pero yo tenía la música. Mi ancla. Mi camino. Mi refugio. Un universo tecnicolor de sonidos embriagadores, deslumbrante de luz y de belleza donde nutrirme y olvidarme de las penas.
Era en ese espacio privado de mi mente, en mi mundo imaginario, donde estaban mis verdaderos amigos, aquellos con quienes siempre podía contar. Ellos nunca me abandonarían, eran incondicionales. John, Paul, George y Ringo, mi amada Joni, mi adorada Diana, mi amor Jim, Elton, y todos los demás.

unnamed

Tags: , ,



One Response to “Música, maestra”

  1. Estuve encantada con este precioso texto de Roxana y su amor por la música y su pasión por los cantantes. Una delicia acompañarla por unos instantes a esa edad en la que la magia nos protege y llena de entusiasmo. Un abrazo y mil gracias a Que seas muy feliz por este regalo. Ce

Deja un comentario